Las personas que me han expresado verbalmente su decisión no son muchas, se pueden contar con los dedos de una mano. Sin embargo, son bastantes las que han seguido el mismo criterio sin decir nada, al menos a mí, que no soy nadie. Dejar de escribir teatro es un acto de rebeldía, de protesta, pero también una dolorosa renuncia a la vocación. Al soltar la pluma sobre la mesa y languidecer por la derrota, se está admitiendo que los motivos externos han vencido en su propósito. Aquellas mañanas, tardes o noches, o aquellos días sin horas, intemporales ya, en que el alma se elevaba de satisfacción por lo que aún no había sucedido, ante el papel en blanco el dramaturgo luchaba por la palabra, por el gesto y por cómo expresarlo, se afanaba en crear la vida de unos seres ficticios que adornaban su intimidad y —¡quién sabe!— quizás también la simulaban para hacerla él más profunda, más verdadera, más de autor. Porque el teatro no es más que nuestra vida íntima. Pero ninguno de...